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Home Columna

En el nombre de la música

José Manuel Trinidad Corona by José Manuel Trinidad Corona
in Columna, Music
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El último té

Los rumores pesan más que los hechos.


Valentina Ramírez

Mi vida terminó entre el musgo y el ambiente húmedo del bosque, mientras mi cuerpo despedía los gases de putrefacción a tan solo 400 kilómetros de mi verdadero hogar. Donde había crecido con dos padres amorosos, quienes me mantuvieron en un entorno sano en el cual me inculcaron la fé.

Cada vez antes de comer agradecía a Dios por mi familia, nuestra salud y esos últimos días también pedía por que todo saliera bien en clases. Pues iniciaría mi próximo año escolar, aunque no fue exactamente lo que ocurrió.

Recuerdo el primer día de clases cuando mis piernas temblaban ligeramente al mismo tiempo que tronaba mis dedos debajo del pupitre. No es que fuera asocial, ni mucho menos  era considerada del grupo de raros, pero ¿a quién no le dan nervios entrar a otro grado? Miré alrededor y afortunadamente aquellos síntomas desaparecieron al reencontrarme con mis amigos, pero no pude evitar desviar la mirada a otro grupo de chicos.

Eran tres, no recuerdo haberlos visto antes. Parecían pasar desapercibidos por los demás, algo que me hacía sentir un leve vacío por dentro. No soportaba ver a grupos solitarios, mis amigos me describían muy amable, exactamente por eso. Porque ellos nunca se atreverían a hablarles debido a su mal aspecto, que no era muy común ver en nuestro pequeño pueblo (Arroyo Grande).

Habían pasado unos días y comenzaba a llevarme con aquellos adolescentes, al momento que mi propio grupo se alejaba de mí, al parecer no les daban confianza los tres chicos. Se llamaban: Jacob Delashmutt de 16 años, Royce Casey de 17, que se distinguía por su cabello largo y Joe Fiorella de 15 años, ambos teníamos la misma edad, yo creí que le gustaba.

De vez en cuando íbamos al bosque simplemente a platicar y pasar el rato, aunque muchas veces no comprendía muy bien su pasión por el metal, ellos mismos habían formado su banda. Algo que no me agradaba del todo, sin embargo lo respetaba.

Ciertamente Joe estaba interesado en mí, lo que con el tiempo se volvió en una obsesión combinada con drogas, una mala interpretación de las letras de Slayer, satanismo e ignorancia. Lo que lo llevó a cometer decisiones erróneas, no sólo a él. Los otros dos chicos manipulados por Fiorella también serían responsables de terribles actos.

Joe ya tenía el plan, un sacrificio humano. Según su interpretación de dos canciones de Slayer: “Post Mortem” y “Dead Skin Mask”,  la primera hablaba de necrofilia y la segunda del asesino Ed Gein. Aquellas letras habían formado pensamientos de un asesinato en nombre del diablo, según él, un sacrificio humano de una chica virgen les daría fama a su banda Hatred.

Por supuesto que no era cierto, pero no había nadie cerca de ellos que los guiara e impidiera el crimen. Eran los rechazados, los vulnerables ante una sociedad que no les abría un buen camino.

Yo no quería ser así, sabía que eran chicos, sí, ciertamente confundidos pero al fin y al cabo adolescentes que necesitaban un grupo para socializar. Me gustaba empatizar con los “raros”. Aunque, claro, también la curiosidad me ganaba.

Una noche de julio, había recibido la invitación de la muerte disfrazada de una llamada, Fiorella y Delashmutt me ofrecieron probar marihuana. Algo que me daba emoción y esa sensación en el estómago cuando sabes que estás haciendo algo mal.

En el momento en que mi pie se plantó sobre el suelo, saliendo secretamente por la ventana me replantee si todo esto era correcto, si quizá debía regresar con mi familia. No, quería probar algo distinto. Entonces caminé junto a ellos, aún sintiendo una ligera sensación de náuseas y convenciéndome de que nada iría mal.

A paso veloz nos dirigimos a un eucalipto, me enseñaron a fumar y todo iba “normal». Nada extraño, incluso hablamos, reímos. Todo iba excelente hasta el momento en que Delashmutt dijo necesitar ir al baño. No pasaron siquiera segundos en que se quitó el cinturón y se abalanzó sobre mí. Sentí la presión sobre mi cuello, mientras gritaba desesperada y pedía a Dios que me ayudara o que esto solo fuera una alucinación.

Y de pronto sentí las punzadas de algo filoso, quizá era un cuchillo. No sabía de quién defenderme, todos me atacaban. Tampoco sabía identificar si el dolor venía de mi cuerpo siendo violentado o de mi dolor a la traición e ingenuidad al confiar en mis supuestos amigos.

Gritaba una y otra vez el nombre de Dios, de mi padre, de mi madre. Hasta que mi voz se iba apagando, el sudor me envolvía. No podía hacer nada más que jadear y caer al suelo. Solo los árboles presenciaban aquel engaño, el pasto percibía mi sangre tibia y los chicos observaban mi lenta y tortuosa muerte.

Ocho meses después la culpa había recaído en Royce, ya no quería formar parte de la banda. Asistía a la escuela, reía y hacía las actividades que yo nunca volvería a hacer. Cada noche él recordaba mis gritos de auxilio, hasta que decidió salir de su anterior culto y confesó el asesinato a un clérigo.

Su confesión los dirigió a mi último lugar con vida, de donde mis padres me rescataron para darme cristiana sepultura. Su dolor fue inmenso, pero al mismo tiempo hubo cierto descanso en su alma. Pues después de tantos meses sin saber sobre mi paradero, por fin tenían un lugar para orar por mí.

Tags: Columna
José Manuel Trinidad Corona

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