Por José Manuel Trinidad Corona
La reciente aprobación de la Ley contra el ciberasedio en el Congreso de Puebla abre una discusión urgente y necesaria: ¿hasta dónde puede y debe legislarse el comportamiento en redes sociales sin poner en riesgo la libertad de expresión?
Aunque la intención declarada por el gobierno estatal es proteger a las personas del acoso digital —una realidad dolorosa que merece atención—, la redacción de esta ley y el contexto en el que surge generan más dudas que certezas. En un estado donde la crítica en redes sociales ha ganado fuerza como contrapeso ciudadano frente al poder, imponer penas de cárcel por “insultar” o “ofender” en línea, sin un marco claro, sienta un precedente peligroso.
La ley establece sanciones de hasta tres años de prisión y multas económicas considerables para quienes —según una interpretación ambigua— realicen comentarios que “menoscaben” la salud de otra persona. El problema es que no queda del todo claro quién determinará qué se considera un insulto, cuánto daño debe causar para ser punible, o si cualquier crítica política podría leerse como un agravio.
Y eso nos coloca en una situación alarmante: una legislación ambigua puede convertirse en una herramienta para silenciar voces incómodas. Sobre todo si recordamos que esta ley fue aprobada en medio de una controversia provocada por cuentas anónimas que han denunciado presuntos abusos o irregularidades dentro del gobierno actual.
No se trata de negar que el ciberacoso existe ni de desestimar el sufrimiento de quienes lo padecen. Pero sí es indispensable que cualquier intento de regular el espacio digital sea producto de un diálogo amplio, plural y transparente. Por eso, el llamado del gobernador Alejandro Armenta a abrir foros con sociedad civil, periodistas y organismos de derechos humanos es un paso en la dirección correcta —aunque debería haberse hecho antes de aprobar la ley, no después.
Hoy más que nunca, necesitamos leyes pensadas desde una perspectiva de derechos, no de control. Legislar con responsabilidad implica reconocer que los límites al discurso deben ser excepcionales y claramente definidos, y que la protección de las personas no puede ser usada como pretexto para debilitar el disenso.
La libertad de expresión no es un privilegio, es un pilar democrático. Y como periodistas, como ciudadanos, como sociedad, debemos defenderlo.